MENSAJE DE NAVIDAD 2011 DEL SEÑOR OBISPO DE CHASCOMÚS
MONSEÑOR CARLOS H. MALFA


Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!
Jesús yace en el pesebre, pero contiene todo el universo; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad; no halló lugar en la posada, pero El fabrica su templo en el corazón de los fieles. Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza”, así San Agustín nos habla de la Navidad (Sermón 190).


1.       Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1). El Nacimiento acaecido en Belén tiene su raíz en la eternidad. El parto de María tiene su inicio antes del tiempo: el nacimiento de la Palabra-Dios del Padre-Dios en la unidad del Espíritu Santo. El Niño de Belén es la misma Palabra eterna que se hace hombre. Navidad es la memoria de un hecho histórico que ocurrido hace más de dos mil años nunca deja de ser contemporáneo: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14), esta Palabra  es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero” y “es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene el universo con su Palabra poderosa” (Heb 1, 3)

Cristo Jesús asume nuestra naturaleza humana para vivir en ella nuestra misma condición como lo describe sugestivamente San Pablo: “Cristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 6-7) Haciéndose hombre, la Palabra que es el Hijo Unigénito nos revela la paternidad de Dios, “después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo” (Heb 1, 1-2).

Jesús es la “Palabra” eterna que se “hizo carne” y vino a nosotros para que veamos al Invisible y hacernos hijos en El y hermanos entre nosotros.


2. “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
Este hecho cambia la condición humana: “la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17). El hombre recibe la “gracia” y el don de la “verdad”, la “gracia de verdad”, concediéndole dos certezas: una de razón y una de fe. Una certeza de razón: “el hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, sino se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis 10).

Una certeza de fe: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn, 3,16-17).

El nacimiento de Jesús tiene el sentido de revelar al hombre que Dios lo ama, de hacerle conocer que es amado por Dios, es la más alta declaración de amor hecha a la creatura humana. No se trata de un nuevo sistema filosófico, ni de una más pura verdad moral, ni una segura doctrina política. Simplemente esta verdad: Dios ama al hombre.

Quien es capaz de acoger esta verdad experimenta cambios decisivos: vive en relación con el Misterio último, con Dios “en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 2). Se descubre salvado. Cambia la conciencia de sí mismo, no se ve más entregado a un destino indescifrable sino el término de un acto de amor divino, no se considera el resultado casual de una naturaleza de evolución gobernada por leyes impersonales, sino de un acto creativo, inteligente y pleno de amor. Se siente liberado de su tristeza más profunda porque comprende que Dios se ocupa de él, y no un Dios que es causa lejana del mundo, indiferente a su suerte, sino un Dios que se hizo hombre y vino a habitar entre nosotros, está cerca, es el Emanuel “Dios con nosotros” (Mt. 1, 23) y tiene rostro, el de Jesús.


3. “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz” (Is. 9, 1).

La luz es una potente metáfora del conocimiento de la verdad, que constituye un deseo profundo del hombre, necesitamos siempre el coraje de buscar la verdad y tener el humilde valor de admitirla.

En la Navidad nuestro estupor no tiene límites cuando se nos dice Quien es la fuente luminosa, el “maestro de la verdad” que nos hace libres de la ignorancia y del error. La palabra profética luego de anunciarnos que se ha encendido una luz en nuestra noche, agrega: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: “consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz” (Is. 9, 5). Aún más explícita es la narración evangélica cuando a los pastores  envueltos por la luz de la gloria del Señor se les dice: “esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). La fuente de la luz, aquel que nos enseña la verdad es un niño! Y de Él dice el Angel de la Nochebuena: “Hoy, en la ciudad de David les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11).

La luz aparecida por primera vez en la primera Nochebuena de la historia no se apagó jamás, luego de los pastores, esa luz que es Cristo iluminó la vida de  hombres y mujeres de todos los tiempos, creyentes humildes y anónimos, enseñándoles “a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad” (Tit. 2, 12) en la familia, en el trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos de la sociedad.

Dios ha venido a encender  en nuestra conciencia la luz de la verdad sobre Sí Mismo, porque el Ser Divino en su profundidad es Amor, es Gracia, es Misericordia. Y Dios nos lo ha dicho con el lenguaje más apropiado: no en la grandiosidad y la potencia, sino en la humildad y la simplicidad: aquí está nuestro Dios, este es nuestro Dios, el Dios que es el Niño de Belén, que reina por la revelación de su amor incondicional y gratuito: “Porque la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado” (Tit. 2, 11). Y cuyo Nacimiento toca también el misterio profundo del hombre como enseña el Concilio Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado… Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et Spes 22).

La Navidad nos lleva a descubrir el principio del verdadero humanismo, el criterio de medida de todo progreso: la suprema dignidad de cada persona humana.

La luz de la Navidad haga nacer en nuestros corazones frutos de alabanza a Dios y de profundo estupor frente a la dignidad humana: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él” (Lc. 2, 14)

Ante el pesebre es mi deseo y oración por todos ustedes.

¡Feliz Navidad!

          Carlos H. Malfa
          Obispo de Chascomús

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